Era sábado por la
mañana. Primer sábado del mes de Diciembre.
Llegamos al “parking” del “gran centro comercial”
como quien llega a una romería.
Dimos varias vueltas con el automóvil buscando
una plaza de aparcamiento que no estuviera muy alejada de la salida de las
cajas de pago: ¡todo completo!
-¡Sigamos a esos que van con el carro lleno!
-¡Sí, cierto, y además llevan las llaves del coche en
la mano!
Aparcamos
un poco lejos y seguimos el ritual: buscar monedas para liberar un carro de compra.
-Mejor dos, que luego siempre andamos mal de
espacio, parece que tenemos pensado comprar poco, pero al final no nos cabe lo comprado
en un solo carro.
Seguimos
la “procesión” de otros creyentes del consumo y entramos en el “gran centro”
como en un templo en busca de un poco de felicidad y sentido.
Allí
nos encontramos con nuestros vecinos: una pareja joven con su hijo de dos años
que nos saludan con alegría.
-¡Ves, dos carros; nosotros deberíamos
de haber hecho lo mismo!. Comenta el padre.
Ellos
llevaban un solo carro, que en estos momentos, como iba vacío, le servía para
llevar a su hijo Isaac de dos años: sentado junto a las manillas, disfrutaba de
las atenciones y miradas de la madre que empujaba el carro.
Al
entrar en la gran galería-atrio el ambiente nos envolvió y secuestró nuestros
sentidos: olores, música, luces… Allí nos separamos y cada uno fuimos a lo
nuestro. Ellos entraron en el supermercado para hacer la compra y cumplir así
con el precepto semanal; nosotros continuamos adentrándonos en la “cueva” y sus
múltiples ofertas: zapatos y ropas, dulces y golosinas, aparatos múltiples que
nos servirían en casa como nuevos esclavos… ¿o nos esclavizarían? Al final del recorrido teníamos uno de
nuestros carros bien lleno.
-Debemos darnos más prisa y pasar al
“súper”.
Y tratamos
de hacer un buen propósito, más voluntarista que real:
-¡Saca la lista que es mejor ir con orden! ¡
no nos fijemos en nada que no sea verdaderamente necesario! ¿Vale?
En estos
momentos nos encontramos de nuevo con nuestros vecinos que hacen línea con otros "creyentes" para
pagar su carro lleno. Están solos la mamá y el niño. El pequeño Isaac llora y
reclama atención: pide que lo lleven en brazos porque la compra, las cosas, le
han arrebatado el espacio en el carro y en el cuidado de la madre. Ésta trata
de convencerlo de que llevan muchas cosas para él y que aún le van a comprar
más.
-Además, papá ha ido a buscar otro carro y
estará a punto de llegar.
Comentamos con ella lo que hemos comprado en la galería y las ofertas y
novedades tan buenas que hay. Como la vemos un poco atareada con el carro y con
el niño, nos quedamos con ella hasta que pasa la caja y ahora hasta que llegue
su marido. Intentamos contentar o distraer a Isaac. ¡Tarea bien difícil!: está
cansado y celoso, está realmente enojado y quiere que su madre abandone el carro y lo tome a él. El
padre tarda en llegar. Cuando lo hace nuevo disgusto y berrinche del niño:
¡llega con el nuevo carro prácticamente lleno!... lo ha ido llenando en la
“precesión” por la galería. La madre también se siente un poco contrariada pero
disimula dedicándole atención y cuidados al niño que no deja de llorar. Se
agacha para ponerle un zapato que se había quitado y cuando está a su altura lo
mira fijamente y le dice:
-A ver, Isaac, hijo: ¡pide lo que quieras que
te compre mamá! ¡pídeme lo que quieras, cariño!
Él,
conteniendo el llanto y mirando a su madre, le dice:
-¡¡Mimos, mimos!!
Y los dos
se abrazaron fuertemente.
Atanasio Serrano
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