Era una pareja de
ancianos. Vivían solos.
Desde hacía unos doce años la esposa -81- no podía levantarse por sí sola de la
cama. Él -85- procuraba hacer todo para que la vida pareciera normal: las
compras, las comidas, la limpieza, las medicinas, los pagos, la atención a vecinos y amigos, ¡la vida
normal!
Él era un hombre
animoso, optimista, positivo; con sus
ánimos y alegría contagiosa animaba a todo el que se llegaba hasta él. Pero
últimamente parecía vencido por las circunstancias tan adversas que tenía en
casa: la deformación progresiva y el sobrepeso de su esposa, las fuerzas
menguantes de él, los años...
-Antes la sentaba todos los días, ¿Sabe?, pero ahora ya no lo puedo hacer solo, lo hago
cuando me ayuda la vecina y me echa una manita.
Pero no es hombre de dejarse vencer fácilmente. No para, es
atento, sonríe, agasaja a todos.
Me llamó una hija que vivía en una ciudad lejana, de otro
estado. Había llegado a visitar a sus padres ancianos y la madre le dijo que
quería que la visitara un sacerdote, deseaba confesarse y preguntar algunas
cosas.
-¿Puede venir esta tarde, padre? Es que yo me regreso y me gustará
estar cuando usted venga.
-Sí, claro que sí: a las 3 pm puedo estar por ahí.
-Gracias. Le esperamos a las 3.
Me recibieron el padre y la hija a la puerta de una casita
pobre con escasa decoración y el jardín abandonado. Al cerrar la puerta se percibían
algunos olores no muy agradables.
-Gracias por venir hasta nuestra casa; yo no me atrevía a llamarle,
ya ve usted, -dijo él.
-Sí muchas gracias por darle este gusto a mamá y llegar tan
puntual, -dijo la hija.
Y sin más me hicieron pasar a la habitación de la señora.
Estaba sentada en la cama sujeto su voluminoso y deforme
cuerpo con varias almohadas, cojines y otras ropas. Tenía en el rostro dolor, asombro y ganas de decir algo. Le alargué mi mano para saludarla pero ella apenas pudo levantar la
suya para dejar ver los efectos de la distonía muscular deformante y cruel.
Hablamos un buen rato a solas, en privado.
Mientras, el esposo y la hija andaban limpiado otras
estancias. En nuestra habitación dejaron un cubo con aguas sucias y los muebles
y ropas descolocados. Tal vez fui demasiado puntual.
Cuando terminó ella recibí en otra estancia al esposo.
Luego nos reunimos los cuatro. Traté de transmitirle a la hija parte del
sentir de la madre: no podían continuar así. Era necesario que buscáramos una
solución. Alguien tenía que ayudar al esposo en aquella casa.
Él parecía estar ajeno a la situación límite que tenía
delante como quien no tiene problema alguno.
-¡Todo terminará bien!¡No hay por qué preocuparse!-Dijo él.
Cuando yo insistía con posibles soluciones, él las
desestimaba una y otra vez.
-Deberían contratar a alguien que se encargara de la
limpieza, la comida, la señora ...
-¡No se preocupe, padre, al final todo terminará bien!
-volvía a decir él.
-¿Usted no puede quedarse una temporada con ellos? -pregunté
a la hija.
-¡No es necesario, padre, todo terminará bien! -insistía
machaconamente él.
-Si no tienen recursos económicos para pagar a alguien quizá
desde la Parroquia encontremos a alguna voluntaria del grupo de Pastoral de la
Salud...
-¡Nada, nada, al final todo terminará bien! -volvía a decir
el anciano.
-¿¡Y si no termina bien, abuelo!? -Le dije yo casi gritando.
Él me miró fijamente a los ojos y sentenció:
-¡Ah, entonces es que no es el Final, padre!!
......
Y me dejó pensativo y meditando hasta el día de hoy...
“Venid, benditos de mi Padre…" (Mateo 25, 34)
“Venid, benditos de mi Padre…" (Mateo 25, 34)
Buena historia para meditar, gracias :)
ResponderEliminarYo pensaba en la situación terrena y él se sentía en el regazo de Dios.
Eliminar¿Huelo un nuevo libro con tus andanzas por Laredo, Ata?
ResponderEliminarGracias por la idea, Rubén. Pero estoy vago para escribir.
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