miércoles, 30 de enero de 2019

HABÍA UNA VEZ...



Había una vez un campesino pobre. Era tan pobre que ni siquiera tenía campo para trabajar. Ni bueyes, ni carreta, ni semillas. Tenía una mamá anciana que vivía con él, una esposa buena, cuatro gallinas y un hijo travieso y protestón que se llamaba Antonio. También tenía una cabaña de tres paredes con un tejado roto.
- ¿De tres paredes? ¡Sería de cuatro, hombre!
- Bueno era de cuatro, pero la cuarta pared no era suya, era de la casa del señor Biglione, que tiene nombre de millonario rico, dueño de la tierra, los bueyes y las semillas y también del trabajo de los campesinos pobres.
El campesino pobre se llamaba Francesco (se lee “Franchesco”). Y a pesar de ser muy pobre era un hombre feliz porque también tenía un corazón muy bueno, muy bueno y una fe total en Dios.

Un día su esposa enfermó gravemente. Y en pocos días murió por no tener médico ni medicinas. 
Francesco se quedó muy triste y no quería comer ni trabajar, Antonio, el hijo protestón y travieso, comenzó a protestar y a hacer travesuras, la abuela solo rezaba en silencio y lloraba con lágrimas secas y la cabaña se llenó de frío y de goteras.
Los vecinos vinieron a la cabaña de Francesco para consolarlo un poco, quitarle las goteras y ayudarle a rezar con la abuela. Las vecinas le trajeron patatas asadas para él y para Antonio y unas sopas de ajo para la abuela. Encendieron el fuego y se calentaron todos.

Al día siguiente una vecina joven, trabajadora y de ánimo alegre, que se llamaba Margarita, trajo a la cabaña un mantel para la mesa y unas sábanas planchadas para la cama de la abuela y en el fuego cocinó una polenta para comer todos. Antonio el protestón dijo que no quería polenta y Margarita fue a ver las gallinas, encontró un huevo y se lo hizo frito con patatas. Pero Antonio protestó porque las patatas tenían poca sal. Francesco, que tenía un corazón muy bueno y agradecido, le agradeció mucho a Margarita todo lo que hacía por él y su familia y como no tenía ningún regalo para darle, la invitó a rezar una oración con él. A Margarita le gustó mucho este regalo tan original de aquel hombre tan bueno y prometió volver más días.

Margarita cumplió su promesa y al día siguiente volvió y trajo dos tiestos con flores. Las semanas siguientes venía cada dos días a casa de Francesco; y cada día traía una cosa distinta: un cesto para el pan, un sombrero para Francesco, una gallina más para el gallinero, un catecismo para Antonio o una manzana asada para la abuela. Hacía polenta, un huevo con patatas para Antonio, levantaba a la abuela y rezaba con todos.

Un día Francesco le pidió a Margarita que viniera también por la tarde a ayudar a hacer los deberes de Antonio, a preparar la cena y a rezar el rosario. Margarita dijo que sí. Aquella noche, después de cenar, él la acompañó a su casa y, cuando llegaron, Francesco le dijo que quería casarse con ella, que la quería mucho, que la quería como esposa. Ella se puso roja y un poco nerviosa y entró de prisa en su casa. Aquella noche casi no durmió nada. Por la mañana se lo contó a sus padres. También le dijo que Francesco era un hombre muy bueno, que él necesitaba su ayuda y que ella también lo quería mucho.

Francesco y Margarita se casaron. La alegría inundó la cabaña y se convirtió en casita, ya no era cabaña.

Al año de casarse nació un niño precioso y en el bautizo le pusieron de nombre Juan. Juanito solo lloraba cuando tenía hambre o su hermano Antonio le hacía alguna travesura pesada. Cuando dormía movía los párpados y la cabeza, como si estuviera soñando. Margarita lo llevaba al campo donde trabajaban ella y Francesco. Así cuando abría los ojos veía el cielo, las nubes, los pájaros, las espigas de los trigales, las ramas de los árboles y a todos trabajando.

 - Todo eso, Juanito, lo hizo nuestro buen padre Dios para ti, son sus regalos - le decía Mamá Margarita.

Cuando aprendió a hablar y a andar un poco, salía a explorar cerca de la casita intentando contar todos los regalos de Dios: los renacuajos en la charca, las mariquitas en el rosal, las flores del prado, las montañas lejanas, el vuelo de la cigüeña, el cri, cri, cri de los grillos, el rebuzno del burro… ¡eran tantos!

Un día le dijeron que iba a tener un hermanito. Y a los pocos días nació José.
Juan quería decirle a su hermanito todas las cosas que había descubierto, todos los regalos de Dios; pero Mamá Margarita le dijo que era demasiado pronto, que a su tiempo lo entendería; y él siguió coleccionando regalos de Dios.

Un día de truenos y rayos papá Francesco llegó a casa mojado por la lluvia y el granizo y sudoroso del trabajo. Se sintió mal y se acostó. A la mañana siguiente había mucha gente en casa y fuera de ella. Mamá Margarita abrazó fuertemente a Juanito y le dijo:
   -   “Juanito, hijo, ya no tienes padre, papá Francesco ha muerto”.
Juan no entendió nada y miró fijamente a las lágrimas de los ojos de su madre.
     -  Pero papá Dios no muere nunca y nos seguirá cuidando siempre. –Dijo Margarita- y lo abrazó otra vez.

Esas palabras y esa cara de su mamá quedaron para siempre grabadas en el corazón de Juanito: “Papá Dios no muere nunca y nos seguirá cuidando siempre” … siempre… siempre…
Cuando enterraron a Francesco Bosco la desolación volvió a la casita, tanto que si no es por Margarita se hubiera convertido otra vez en cabaña.
       -  ¡No quiero oír nada, ni ver nada, ni saber nada; no quiero estar en esta casa! –Dijo Antonio. Y salió dando un fuerte portazo y corriendo por los campos sin camino ninguno.
El corazón de Margarita salió corriendo tras él. Y con el corazón fueron los pies, la cabeza y todo el cuerpo.
José estaba durmiendo en su cuna junto a la abuela y Juanito Bosco fue a decirle:     -   José, Papá Dios te cuidará siempre y yo también.

         (Continuará)


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